La Iglesia Católica ha utilizado
el arte para transmitir su mensaje desde sus orígenes en el siglo IV hasta la
actualidad, y con cada período histórico ha sabido utilizar esa herramienta
dependiendo de los conocimientos y cultura de la época. Sin embargo, la Edad
Media fue la más notable ya que la religión se apoderó completamente de la
temática del arte.
En la Edad Media existían dos
grandes propósitos alrededor de la religión: reflejar el pensamiento de la
comunidad eclesiástica y difundir el cristianismo. Este último fin pedagógico
se vio obstaculizado por el hecho de que la mayoría de la población era
analfabeta, así que, al igual que con el primero, recurrieron al arte.
La instrucción religiosa se llevó
a cabo a través de la visión. La Iglesia hizo plasmar todo su dogma en
pinturas, construcciones, esculturas, mosaicos y cualquier otra forma de arte
que pudiera proporcionar una imagen para educar al pueblo en la fe cristiana. Es
por esto, que la antigua idea de belleza se dejó de lado, eran obras que procuraban
transmitir mensajes espirituales, buscando más el entendimiento que el agrado a
los sentidos del hombre.
Una de las ramas artísticas con
más influencia religiosa fue la arquitectura. En la actualidad se pueden
encontrar en muchos países de Europa construcciones destinadas al servicio
religioso, como las basílicas y los monasterios característicos de este
período. Se podría decir que la arquitectura fue la principal manifestación
artística de la Edad Media, pues las demás ramas casi no se presentaron fuera de
ésta.
Como conclusión, en el Medioevo
no hubo libertad de expresión artística, la Iglesia anuló el espíritu de los
artistas y limitó su creatividad. En la actualidad, a pesar de que no es su
única función y hay gran variedad de tendencias, el arte sigue siendo utilizado
por la Iglesia, no tanto para expandirse sino para aumentar la devoción en los
fieles.
“Para transmitir el mensaje que
Cristo le ha confiado, la Iglesia tiene necesidad del arte. En efecto, debe
hacer perceptible, más aún, fascinante en lo posible, el mundo del espíritu, de
lo invisible, de Dios” (Juan Pablo II, 1997).